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domingo, 20 de diciembre de 2009

El costo de la fama

Soy famoso, absolutamente famoso. Los chicos de la escuela al principio sólo me miraban cada vez que pasaban por mi lado, pero luego se corrió la voz y ya no era uno que otro el que me venía a ver, ahora eran cursos completos que se asomaban tratando de conseguir el mejor lugar.
Algunos me tomaron fotografías, otros grabaron videos haciendo comentarios sobre mí y realizando entrevistas a aquellos que estaban en el lugar. Todos querían opinar, hablar algo de mí o dar su versión de los hechos. Incluso se realizaron apuestas de manera improvisada.
Todo iba bien, de maravillas se podría decir, hasta que como siempre no faltó el aguafiestas, que al enterarse, corrió por los pasillos hasta llegar a la oficina del inspector, pero éste no se encontraba allí, lo que me otorgó más tiempo de vida.
El soplón era un estudiante, de esos que nadie ve, esos que no tienen cara ni de buenos ni de malos, ni gordo ni flaco; era de los calladitos y óiganme bien, a esos hay que tenerles miedo o por lo menos cuidarse, sino miren lo que me ocurrió a mí.
El tipo, porque para mi gusto era un mala clase, continuó corriendo por los pasillos, patios y salas del colegio hasta que encontró al inspector, con las ideas y palabras atragantadas en su boca le relató lo sucedido. El inspector a medida que escuchaba la versión de los hechos intentaba no reír, pues él era la autoridad, pero los recuerdos de su tiempo de estudiante se le vinieron a la mente.
Luego de escuchar al soplón, se apoderó de él la rectitud y caminó con paso acelerado hacia donde estaba la multitud. Me miró fijamente, en su rostro no se divisaba ningún gesto, era un rostro imperturbable. Levantó la vista buscando entre mis admiradores al culpable, pero sabía que así, a simple vista sería imposible.
Les ordenó a todos que se fueran a sus salas, que esto no era un espectáculo y que hallaría al responsable. Entonces, buscó insistentemente con su mirada a alguien que no estaba, pero a su lado estaba el estudiante soplón, quien debió como todos los demás irse a su sala, mas lo típico de los chupamedias es creerse absolutamente necesarios y no alcanzan a distinguir que sólo los consideran para los mandados.
El inspector le pidió que fuera a buscar al hombre del aseo. En esta oportunidad el chico parecía volar de lo ansioso que estaba de cumplir con el mandado. Una vez que llegó con el señor del aseo, el inspector le pidió que se retirara a su sala, ahí yo me reí, en tanto él me dio una mirada de asco y se fue, no sin antes escuchar a sus espaldas la indicación del inspector: “dile a tus compañeros que tengo identificado al responsable”…el joven me miró esbozando una leve sonrisa.
Los dos hombres cuando quedaron solos hablaron largamente de mí, lo sé porque, a pesar que no lograba oírlos, constantemente me lanzaban furtivas miradas. Después de un buen rato se me acercaron, el inspector cada cierto intervalo hacía el ademán de taparse la nariz, mientras le comentaba al aseador que lo mejor era realizarme una prueba de ADN, con ella tendría en sus manos al “malandrín”.
- Pero pa’ qué iñor, no le dé tanta importancia, dígame usted ¿a quién se le ocurriría hacer caca en el suelo teniendo el baño al lado? – lo increpó el aseador
El inspector guardó silencio por un instante, sin dejar de mirarme puso sus manos en los bolsillos indicándole al otro hombre que solucionara este asunto.
En ese momento supe que mi vida era una mierda. El aseador me recogió del suelo con un cartón y me lanzó al excusado vaciando el estanque. Mi minuto de gloria se había esfumado, aún así sabía que mi corta vida no había sido en vano, había sido mejor que la de mis antepasados y sé que mi creador, el soplón, también lo sintió así.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La fama, vaya el costo de ella...muy buena historia