Ese
hombre estaba ahí, sentado a los pies de mi cama, mirándome fijamente. Su
vestimenta era de otra época: camisa blanca con vuelos, traje negro con una
tela como aterciopelada, sus zapatos, también negros, brillaban como recién
lustrados.
Su
rostro era más bien pálido, sus labios delgados definían una leve sonrisa, sus
cejas bien pobladas y oscuras. Sus ojos eran negros, de mirada intensa y
penetrante, tan invasiva que sentí cómo se clavaba en mis ojos y recorría cada
uno de mis pensamientos, incluso aquel, ese pensamiento que me hizo temblar de
temor y que con terror, provocó que infantilmente, cubriera mi rostro con las
sábanas…era mi minuto, el minuto, el momento de despedirme había llegado pero, ni siquiera podía gritar,
ni un hilo de voz salía de mi boca. La muerte estaba allí, sentada junto a mi
cama.